Seguro que hay una palabra japonesa o alemana para referirse a los libros no leídos que uno nunca leerá. En castellano tenemos la palabra “nomedalavida”, de difícil traducción, que si bien no se refiere de manera concreta a los libros no leídos sirve un poco, cuando uno contempla una biblioteca que, por lo demás, podría asociarse con otra palabra muy propia del español: “envidiable”. Pronuncio la misteriosa palabra “nomedalavida” ante mi biblioteca personal “envidiable” y, tras un sencillo cálculo aritmético concluyo inequívocamente que nunca llegaré a leer lo acumulado hasta hoy.
Los libros no leídos contemplan mi ir y venir con curiosidad. Me ven salir de la casa en busca de dinero, de comida, de amor y me ven regresar solo y casi sin dinero, portando bolsas con comida precocinada y más libros. El ciclo se repite, semana tras semana, y mi biblioteca y yo engordamos y nos contemplamos en silencio con cada vez más desdén y más desesperanza.
A veces, tras un par de cervezas, me hago fuerte y apago Netflix y me despego –literal y literariamente– del sofá en un intento inútil de buscar la reconciliación. Me acerco a la sección de poesía, cargada con las obras de amigas y de amigos que bien merecerían una lectura y una respuesta. Luego están los poetas muertos, cada vez más vivos e indignados por mi falta de compromiso. Tanto todo para nada. Me desvío hacia las grandes obras, las demasiadas grandes obras imprescindibles. La nueva traducción de Carlos Manzano del Ulises me insulta con una sintaxis portentosa, las tres ediciones que poseo de El tambor de hojalata (en castellano, en inglés y, absurdamente, el original en alemán) se ríen de mí mientras danzan en círculo. “Nomedalavida” me digo, buscando la complicidad de los pocos libros leídos que duermen agazapados y casi invisibles entre la selva de lomos sin doblar. El día que cumplí los treinta, en un arranque grandilocuente, me planteé la biblioteca como la verdadera obra de mi vida. Desde entonces la suerte, el trabajo, la impulsividad y la ingenuidad me han llevado a completar una obra de obras que apenas cabe ya en un piso de soltero sin hijos. Hoy, felizmente sumido en la desesperación de la crisis de los cuarenta, “Nel mezzo del cammin della nostra vita” (qué buena pinta tiene esa edición nueva de Comedia de Dante que sacó Acantilado, con traducción de José María Micó, que va acumulando polvo, infernal y virginalmente, junto a las Obras reunidas de Lydia Sandgren con traducción de Carmen Montes), sé que esta colección de voces universales no dice absolutamente nada: la vida de un currante de la cultura no es compatible con la cultura. A la cuota de autónomos no le gusta la lectura, a los ladrones de las eléctricas no les gusta la lectura, a la gasolinera no le gusta la lectura y hay días en que ya no sé si a mí me gusta la lectura, mientras escribo y escribo y traduzco y edito y voy llenando de libros las bibliotecas de amigos y enemigos y de personas que todavía no conozco y que seguramente no conoceré, pero cuya existencia me consuela, mientras las imagino contemplando alguno de mis libritos con una mezcla de apatía, desdén y resignación, mientras murmuran, en la lengua que sea, el viejo mantra moderno: “nomedalavida”.
En mi biblioteca, entre mis «libros cómplices» están tus libros y muchas cosas habrás hecho bien, pienso, para que hayan corrido mejor suerte que sus compañeros de estantería.