La tarde del pasado lunes, se sentó junto a mí en la línea de bus que une el aeropuerto con Eivissa, un individuo que vive en una tienda de campaña en el campamento que hay junto a la carretera. Antes de subir al bus, le vi desenchufar su celular de la columna de carga que hay en la parada. Sin que yo preguntara nada, él ya decidió advertirme de la situación en el campamento. Al parecer, hay una orden administrativa para desalojar a todos los que ahí viven.
Me explicó que lleva viniendo a hacer la temporada a Ibiza desde hace 16 años. Por su acento, denoté que es gallego. Rondará los cuarenta. Dice que trabaja de camarero en un restaurante en Playa Jondal, y que hay buenas propinas. Al parecer, antes de la pandemia alquilaba una habitación por 350 € al mes. «Nunca imaginé que iba a cambiar tanto», me dice, mientras con la mirada algo aturdida parece contar los días para que se acabe la temporada.
Este año quiso alquilar una habitación en San Rafael y, entre el primer mes, los dos meses de fianza y el mes de agencia, sumaban casi cinco mil euros. «Figúrate de dónde saco yo ese dinero si vengo a trabajar», dice, mientras se seca el sudor de la cara. Yo, algo intrigado, le pregunto por el tema de la higiene viviendo en la tienda: ¿cómo lo hacen? Muy amable, el señor me dice que la mayoría, por suerte, son hombres, si no prácticamente todos, y que eso hace que cuando tienen que orinar se vayan detrás de cualquier árbol. Para hacer del número 2, hay que acostumbrarse a ir a algún bar y, si no, pues lo mismo, detrás de cualquier arbusto. «Pero claro, luego el olor es insufrible, imagínate». También ha sacado un abono mensual en un gimnasio para poder ducharse, es lo que hacen todos. Pero lo peor es que ya ha habido algún principio de tuberculosis, que eso ya es otro cantar. Pero que es normal si viven en esas condiciones.
Le pregunto si no han pensado en rebelarse, en ir delante del Ayuntamiento con pancartas o hacer huelga. Lo primero que hace es reírse y luego me dice que no cree que los políticos ni las administraciones vayan a hacer nada, que está convencido de que no van a hacer nada, salvo echarlos de ahí como a animales.
Llega su parada. El señor se baja del bus, pues va a coger otro que le lleva a su trabajo. Al restaurante donde trabaja, donde una mesa cualquiera gasta más de quinientos euros comiendo trozos de langosta con espaguetis, servidos por un señor que vive en una tienda de campaña. Me doy cuenta de que tengo el estómago contraído y que siento rabia a la vez que impotencia. Sobre todo al ver el filo de esa espada de Damocles, su barbarie, su violencia y despotismo. Un despotismo sin proporciones que, aun no provocando una guerra, pues no hay nadie batallando, la verdad que la merece.