Estas líneas van dedicadas a Marta, Trini y sus amigas. Es curioso, apenas sé de ellas que residen actualmente en Ibiza, un nombre postizo, su edad probable que no llega al cuarto de siglo y, claro está, su teléfono. Sin haber cruzado ni media palabra estas señoritas se han presentado ante mí con todo el esplendor corporal de sus atributos sexuales y, aún más, me han prometido un paraíso carnal donde mis más recónditas apetencias se verán colmadas sin límites ni tabúes. Marta, Trini y sus amigas no tienen reparos en invitarme a una copa y prometen acudir raudas a mi llamada si las cito en mi yate, hotel o villa. Si a pesar de todo, prefiero visitarlas, me ofrecen su discreto apartamento privado como espacio de apareamiento. Tanta generosidad por su parte está tasada en trescientos euros la hora.
Pero nada de eso me interesa de Marta, Trini y sus amigas. Contaré la historia de cómo las he ido cogiendo un cariño platónico de difícil explicación. El primer encuentro con estas chicas tan solícitas de rostro velado fue una mañana de junio. Corría por el paseo marítimo aprovechando el fresco de las primeras horas del día cuando mis pies pisaron sin querer las generosas tetas de Marta (podría escribir “senos”, pero en este caso me decantaré por “tetas”). Con curiosidad interrumpí mi trote dominguero, presté atención a la víctima de mi atropello y leí su escueta carta de presentación en letra carmesí “Española, 23 años, Si a todo (mantengo la grafía original sin tilde)”. No me preguntéis por qué, pero ese casual incidente despertó en mí un instinto caritativo por aquella joven desnuda, abandonada a su suerte en la acera. Sin pensarlo, y, con cierto disimulo, para evitar la mirada indiscreta de la señora del yorkshire en pantuflas rosas que se acercaba, la acogí entre mis manos.
Ese día descubrí que Marta era tan solo la primera de muchas chicas que, desperdigadas por jardines, aceras y plazas de aparcamiento, entorpecían la paz de mi carrera matinal. Al principio, intentaba esquivar la mirada, pero era inútil. Dirigiera donde dirigiera mis ojos y mis pasos, allí estaban aquellos cuerpos explícitos, vulgarmente retratados, que ofrecían ante mí su carne generosa. Las esquivé como pude. Al llegar a casa, mi novia me miró con una cara mezcla de asombro y decepción, mientras mi mano bañada en sudor sostenía la piel arrugada del flyer de Marta con el pulgar eclipsando el primer y detallado plano de su trasero. Se lo conté todo y ella sonrió. Ya me conoce. Después lo guardé entre las hojas del segundo volumen del Quijote del estante alto. Repito, no me preguntéis por qué.
Durante las semanas siguientes, decidí cambiar el itinerario y la frecuencia de mis salidas. Me autoimpuse descubrir los caminos rurales que rodean Puig d’en Valls, correr entre higueras y huertos, lo más lejos posible del paseo y sus desconcertantes moradoras. Así ha sido, hasta la mañana de este domingo cuando, arrastrado por fuerzas oscuras, me dirigí hacia la tentación. No tuve que avanzar demasiado para volver a presenciar aquel enloquecido espectáculo. Allí estaban, de nuevo, Marta, Trini y sus amigas escorts (palabra de moda, por lo que se ve), Cindy, Nathalie, Brenda, Coral, y muchas más, de pieles tostadas al sol del Caribe, pálidas como la aurora boreal y oscuras como la noche, y allí sus pechos y sus sexos, desperdigadas en grupos, algunas chafadas por la monstruosa rueda de un Hummer, otras, tendidas en la hierba, con su número de teléfono iluminado por los primeros rayos de sol. Recogí todas las octavillas que pude ante la burlona risita de tres jóvenes que corrían en grupo detrás de mí. Pensarían, con aparente razón, que soy un desvergonzado, un obseso, un lujurioso. Pero nada más lejos de la realidad.
Puedo confesar, no sin cierto rubor, que ha nacido en mí una afición paralela a la de correr por las mañanas, la de coleccionar las decenas de tarjetas y folletos que cubren las calles Juan Carlos I y Avenida Ocho de Agosto e imaginar cómo serán realmente Marta, Trini y sus amigas, cómo se llamarán y qué harán cuando no están alquilando sus rollizos cuerpos, sin límites, diciendo sí a todo, a trescientos euros la hora, en un hotel, villa o yate. Si tendrán una sonrisa bonita o unos ojos dulces, si han estudiado un módulo, les gusta leer el Quijote, como a mí, o las revistas del corazón, si prefieren las pelis españolas o las americanas. Nunca lo sabré, tampoco marcaré su teléfono para preguntárselo. Se irán con las primeras lluvias del otoño, cambiarán su nombre, habitarán las aceras de otras islas o ciudades, se cruzarán en el camino de otros transeúntes. Nunca sabrán que sus anuncios de servicios sexuales inspiraron estas líneas.