Este sábado por la mañana he realizado el paseo habitual por la dársena del muelle de levante, hasta el faro. A mi derecha la esplendida fachada marítima de la Marina. A mi izquierda, docenas de yates con esloras no inferiores a los 40m. Nada que no sea habitual.
Pero lo que sí me ha sorprendido, es ver la cantidad de turistas que se paran ante los escaparates flotantes para hacerles fotos obviando que atrás, tienen una de las mayores joyas que podrían perpetuar en las memorias de sus aparatos electrónicos. Evidentemente, ellos eligen fotografiar lo que más les interesa, pero resulta relevante destacar la importancia que tiene este hecho desde un punto de vista sociológico-cultural y personal, que me ha hecho reflexionar al respecto.
En efecto Ibiza se ha convertido en un fenómeno que va tras los pasos de los máximos escaparates mundiales del lujo flotante: Mónaco, Niza, Capri, Porto Cervo (Cerdeña), donde se dan cita cada año todos los extravagantes nombre de buques, cuyos propietarios son los más ricos del planeta. Ibiza no le va a la zaga: se ha convertido ya en el cuarto punto del Mediterráneo con los amarres mas caros.
Los visitantes se ven fascinados por la apabullante exhibición que se muestra ante sus ojos: yates con helipuerto, tripulaciones uniformadas, sillones y mesas en las pasarelas y música con buen volumen a modo de reclamo.
Detrás de ellos y con mirada misericorde, les observan los muros milenarios de una ciudad construida desde la premisa de adecuación al medio, empleando los recursos naturales que ofrecía el entorno. Construida con mimo por sus habitantes, piedra a piedra, año tras año, hasta conseguir la imagen que ahora se nos muestra esplendorosa ante los iconos de una nueva sociedad a la que seduce el lujo ostentoso antes que la sencillez magnífica del conjunto arquitectónico.
Xavier Llobet Rivas