Entre ciudadanos, gobiernos y ONG, sucede una contradicción, un contrasentido, un llamémosle absurdo disparate fiscal. La inversión tributaria, concebida originalmente para nutrir un aparato gubernamental competente, se convierte en el catalizador financiero de multitud de ONG, entidades externas encargadas de mitigar y paliar las carencias generadas precisamente por una administración estatal subóptima. Atribuida a Zenón de Elea, la paradoja dicotómica se manifiesta de manera taimada en este marco, emulando la demostración zenoniana de la imposibilidad de recorrer una distancia dada debido a la infinita divisibilidad de los intervalos. La inversión tributaria ciudadana, inicialmente destinada a fortalecer la capacidad de gestión gubernamental, se somete a una división perpetua, desviándose hacia organizaciones no gubernamentales (ONG) y creando una suerte de «mitad de la distancia» entre la expectativa y la realidad fiscal, planteando cuestiones sobre la eficacia de dicha inversión.
En momentos de imponentes crisis humanitarias y desafíos medioambientales que embisten a comunidades, la expectativa innata como ciudadano recae en la capacidad gubernamental para gestionar estas contingencias. Sin embargo, datos cuantitativos revelan una realidad inquietante: los recursos fiscales, destinados al aparato gubernamental, se desvían considerablemente hacia intervenciones de ONG. Investigaciones señalan que, en diversos contextos, hasta un 30% de los presupuestos estatales se orientan hacia estas organizaciones, evidenciando una disonancia crítica entre la inversión ciudadana y la eficiencia gubernamental.
Esta dinámica también se refleja en el proscenio migratorio, donde un sistema legislativo y burocrático anquilosado y obsoleto, obstaculiza claramente la inserción de inmigrantes, sistema que se sostiene en la inversión pública evidentemente, es decir, con nuestros impuestos. Sin embargo, datos meticulosos demuestran que dado el elevado flujo migratorio y la ineficiencia gubernamental, se traduce en un gasto suplementario para la asistencia proporcionada por ONG, alcanzando hasta un 20% del presupuesto global destinado a la gestión migratoria, digamos para subsanar sus propios errores, su mala praxis. Es la pescadilla que se muerde la cola.
Se puede o se debe reconocer que, a pesar del papel crucial de las ONG en la asistencia humanitaria y medioambiental, su creciente dependencia resalta las insuficiencias de una administración gubernamental competente. Los contribuyentes aportamos con la expectativa de un gobierno eficaz en la gestión de crisis y desafíos medioambientales; no obstante, análisis indican que más de un 40% de las emergencias humanitarias y medioambientales son consecuencia directa de decisiones gubernamentales mal planteadas y que termina generando una necesidad de gasto extra de intervenciones externas financiadas por la misma población del contribuyente.
La situación de financiar un entramado gubernamental con impuestos, solo para observar cómo las ONG corrigen desaciertos, subraya una desconexión crítica entre las expectativas ciudadanas y la realidad fiscal.
A mi juicio, es prioritario evitar este embuste de que la inversión ciudadana se convierta en una suerte de subvención para acciones correctivas de organizaciones no gubernamentales. Y hago un llamado de reflexión y, por supuesto, de revisión crítica y seria de las políticas gubernamentales ya que son fundamentales para romper este ciclo de apaño chapucero de pegote de silicona y cinta americana y que nos garanticen de una vez que nuestros impuestos cumplen su propósito.