Pensaba en las manías. En cuántas manías tenemos cada uno y en lo que nos molestan las manías de los demás, como si nosotros no tuviéramos. Es curioso cómo cada uno hace las cosas a su manera y, en el fondo, pretende que el resto del mundo las haga igual.
Mi padre era un hombre maravilloso y para mí, el mejor padre que se puede tener, pero tenía algunas manías. Era muy escrupuloso y eso complicaba las cosas un poco. Además le encantaban los inventos. Cualquier invento que salía, él procuraba traerlo a casa y el uso de esos nuevos chismes, a veces, también complicaba las cosas aún más.
Una de sus manías era el jabón de lavarse las manos. Compraba pastillas de glicerina, que cortaba meticulosamente en cuartos. Al jabón le hincaba una tachuela metálica, que se pegaba a un aparatito con imán que colgaba de la pared. Odiaba las jaboneras donde el jabón siempre se acaba mojando y deshaciendo. El jabón, una vez acabado de usar, había que dejarlo limpio, sin una pizca de espuma y colgado de aquel artilugio. El problema era que a veces la pastilla de jabón pesaba más de la cuenta y acababa cayendo al lavabo.
“¿Has tocado eso? Venga, lávate las manos”. Una vez lavadas, colgabas el jabón limpito, con cuidado y en cuanto te girabas para secarte… “¡Plop!” Había caído.
¡Qué martirio era lavarse las manos! Cosa que además había que hacer muy a menudo, no sólo antes de comer o en casos realmente evidentes. “¿Has tocado eso? Venga, lávate las manos”. Una vez lavadas, colgabas el jabón limpito, con cuidado y en cuanto te girabas para secarte… “¡Plop!” Había caído. De nuevo a colgarlo, con mimo, con tacto… “¡Plop!” Otra vez… Y otra… Y otra… “¡Susana! ¿Quieres venir ya a la mesa? Estamos todos esperándote para comer.” “¡Ya voy! Es que el jabón no se queda pegado…” o “¡Susana! Tus amigos preguntan si vas a salir a jugar. ¿Qué haces?” “¡Claro que quiero salir a jugar! Pero es que estoy aquí intentando que se quede el jabón colgado en su sitio…” A veces incluso pedíamos ayuda “Mamá, por favor, cuelga tú el jabón”. Y ella, que sabía el rollo que era el tema, contestaba con voz fingidamente atareada: “Ay hijiña, ahora no puedo entretenerme en eso”. Fui feliz cuando aparecieron en el mercado los primeros dosificadores de jabón líquido para manos. Por supuesto, en casa, los tuvimos antes que nadie. ¡Todo un invento que nos cambió la vida!
También, gracias a sus manías aprendí un montón de cosas muy útiles. A tratar con sumo cuidado los vinilos, a cogerlos del agujero central y del borde y jamás dejar una huella dactilar en ellos; a poner la aguja del tocadiscos con tanto sigilo que pareciera una pluma posándose; a tener muy en mente el peligro de los microbios; a apretar el tubo de la pasta de dientes de abajo a arriba, cosa que parece una manía pero que tiene toda su lógica; a tener muy presente los riesgos de un atragantamiento; a cerrar perfectamente bolsas de patatas fritas, o galletas, o cualquier paquete que contenga alimentos, para que la humedad no les afecte. Él era valenciano y se había criado con todos los cuidados que se tienen contra la humedad. Esto me ha sido muy útil aquí en Ibiza, donde vivo ahora, pero en Madrid, con lo seco que es el clima, no dejaba de parecer una manía suya.
Soy capaz de parar a alguien por la calle para colocarle bien el cuello del abrigo o comentarle que lleva mal abrochada la camisa. Y si no me atrevo y no lo hago, me quedo con un mal cuerpo horroroso.
Mi marido tiene raíces andaluzas, así que ahora toca tener en cuenta todas esas costumbres del sur. Lógicas también, pero otras. Cerrar para que no entre el calor en verano, cerrar para que no entren moscas en entretiempo, cerrar para que no entre el frío en invierno. Y yo que soy de Madrid, que nos distinguimos justamente por dejar siempre las puertas abiertas, todo esto me parece raro. No estoy acostumbrada a tener cerrado tan a menudo.
Al final, ahora que lo pienso, creo que la que tiene manías más al tuntún soy yo. No puedo ver a alguien con la puerta de la nevera abierta pensando en qué coger. Eso se piensa antes, se abre, se coge y se cierra. No soporto comer sin mantel o algo debajo del plato, a no ser que sea una barbacoa informal o un picoteo. Me niego a beber en vasos de tubo. Y soy capaz de parar a alguien por la calle para colocarle bien el cuello del abrigo o comentarle que lleva mal abrochada la camisa. Y si no me atrevo y no lo hago, me quedo con un mal cuerpo horroroso.
Lo cierto es que tengo manías mucho peores que éstas que os cuento, pero me las voy a callar. A ver si ahora por un ataque de sinceridad, me acabéis todos pillando manía.
Yo me hago solidaria con alguna de tus manías, no me parecen tan raras, y tengo alguna más que no puedo confesar. Encantadora como siempre.
Gracias Puri! Al final, un humano sin manías no es humano ni es nada 🙂
manias, tenemos todas. acertado articulo
Claro que sí, solo hay que procurar que no fastidien demasiado a los demás 🙂
Gracias por tu comentario.
Buen trabajo, querida maniática. Pues anda que uno… Y más y más con los años. Pero soy indulgente con las manías propias y ajenas.