El día 1 de febrero de 1922 nació en la localidad italiana de Pesaro, en la provincia de Parma, Renata Tebaldi, una de las más rutilantes estrellas en el firmamento de la ópera. Esta misma semana, por tanto, estamos celebrando los 100 años de su nacimiento y, para rendir homenaje a esta artista inolvidable, la Fundación Renata Tebaldi ha dispuesto un amplio programa conmemorativo, en el que se han involucrado todos los teatros del mundo en los que ella actuó. El objetivo no es otro que perpetuar su memoria y, en paralelo, impulsar un mayor interés hacia el melodrama, como instrumento de conocimiento e integración social.
El primer gran paso en esta ronda mundial de celebraciones lo dio, el pasado 26 de enero, el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, al incorporar al programa ‘Tebaldi 100’ una exposición de los vestidos que la soprano lució en sus actuaciones en este escenario, junto con abundante documentación vinculada a la artista, en el majestuoso Salón de los Espejos. Ese mismo día, una embajada cultural de Ibiza dio respuesta a la invitación remitida por el Liceo y asistimos, junto a otros melómanos madrileños y barceloneses, a la muestra.
Nos encontramos todos en las Ramblas, a las puertas del teatro, e iniciamos la visita, que, por cortesía de la dirección del teatro, contó con un guía de excepción: Paul Aviñón, amante de la lírica y de la carrera de la Tebaldi. La muestra coincidió con la representación de La dama de picas, de Chaikovski, cantada en ruso y con un espectacular despliegue de facultades artísticas y escenográficas, recreando las costumbres cortesanas de la época de Luis XIV.
Giovanna Colombo, presidenta de la Fundación Renata Tebaldi que gestiona el Museo Renata Tebaldi, junto a Tina Vigano, asistente personal y heredera universal de la soprano, y yo mismo, que tengo el honor de ejercer como vicepresidente, iniciamos esta aventura para traer al presente a la cantante, involucrando a innumerables instituciones. El proyecto, a parte del valor simbólico, invita también a estudiar los enigmas que envuelven su personalidad y a las nuevas generaciones, que no la conocieron sobre los escenarios, a descubrir su voz sublime y el estupor que produce su canto y gestión del melodrama, a través del lenguaje universal de la lírica.
El Museo Renata Tebaldi, que conseguimos poner en marcha entre algunos de sus más allegados, reúne en la localidad de Busseto, al lado del Museo Giuseppe Verdi, un patrimonio excepcional, con más de 30.000 objetos, material didáctico, documentación y los vestidos y joyas empleados en las óperas que interpretó. Es, sin género de dudas, un enclave de visita obligada para todos los apasionados del bel canto.
Yo conocí personalmente a Renata a principios de los años setenta en La Scala de Milán y profundizamos en nuestra amistad una noche de diciembre de 1974, cuando actuó en el homenaje que le tributaba el Palau de la Música, en Barcelona. Nunca la había visto cantar y aquella noche me quedé prendado. Acudí con mis amigos italianos de la ópera, Tilde y Giannino Tenconi, y Tina, la mano derecha y confidente, que se unió a nosotros en la platea mientras la contemplábamos radiante sobre el escenario, acompañada al piano por el maestro Edoardo Müller. Se presentó, acercándose lentamente al piano, con un vestido vaporoso de seda rosa que dibujaba su imagen a través de un tul blanco transparente, que le proporcionaba ligereza y enaltecía su imagen acompañando sus movimientos. También lucía un completo de esmeraldas que tintineaban deslumbrantes bajo los focos. Acabamos la noche todos juntos en un ‘tablao’, viendo a Maruja Garrido, que era un portento de vigor y energía, navegar entre las aguas turbulentas del flamenco y la rumba catalana.
Aquella sorpresiva velada vino acompañada de la aventura más ilusionante que yo nunca podría haber imaginado. Fui invitado a viajar como miembro de una embajada cultural promovida por La Scala de Milán por Polonia y la Unión Soviética, en la que estarían Renata Tebaldi, que ofrecería una serie de recitales en distintas ciudades, acompañada por Edoardo Müller, y varios amigos. El coliseo italiano mantenía un convenio de colaboración con el Goskoncert, la agencia oficial de representación de los artistas soviéticos, que se traducía en que los estudiantes rusos de bel canto viajaban a Milán para mejorar su técnica, mientras que los italianos remitían a Moscú a sus bailarines más prometedores, para que aprendieran de los maestros del Teatro Bolshói, de donde han salido figuras tan importantes como Maya Plisétskaya y Rudolf Nuréyev.
Recuerdo que, tras recibir emocionado la invitación, descubrí que en el estampillado de la última página del pasaporte se decía que aquel documento era válido para todos los países del mundo, excepto los del este. Mientras el tiempo se me echaba encima, le expliqué este dilema a mi amigo Juan Villanueva, que me dijo: vamos a Madrid y nos presentamos en la Dirección General de Pasaportes y Fronteras. Así lo hicimos y al día siguiente ya disponía de un nuevo pasaporte, que me concedía dos meses para transitar por cualquier lugar del mundo, sin excepciones. Era el año 1975 y aún no había concluido el régimen de Franco. Si algo demuestra esta anécdota es que la música no tiene fronteras, una realidad que Renata y yo comentamos muchas veces durante nuestras conversaciones. La confianza y amistad que nos unía se multiplicó durante aquel viaje.
Renata tenía la convicción absoluta de que el don de su voz era un regalo que le había concedido Dios. Su madre, Giuseppina, no era partidaria al principio de que su hija estudiara canto, sobre todo con la famosa soprano Carmen de Melis, pero Renata siempre decía que ese era su destino y no había elección. Fue el compositor Riccardo Zandonai, que dirigía el conservatorio de Pesaro, quien convenció a su madre para que no obstaculizara a Renata en su formación y carrera. La maestra enseguida descubrió el potencial de su prodigiosa voz, que Renata liberaba con una pasión absoluta.
Unos años después, el gran maestro Arturo Toscanini la escuchó cantar en el coro de una iglesia y dijo que la de Renata era una voz de ángel. No se refería a un timbre etéreo y descarnado, sino todo lo contrario; la voz de una mujer que, en su feminidad, arrastra consigo el eco de las iglesias de la tierra campesina. Una vez le pregunte: Renata, ¿cómo te adentras en los personajes? Me respondió: “Primero contemplas el escenario y tienes miedo de pisarlo, pero al cabo de un rato ya no sabes si tienes los pies en el suelo. La música te lleva cerca de Dios”, me confesaba.
“Hay que creer en el canto. Hace falta saber que el estudio de horas y horas para adquirir la técnica necesaria es justamente lo que proporciona libertad al intérprete; la capacidad imprescindible para otorgar el peso justo a las palabras”. Esto lo repetía siempre que impartía clases magistrales a los jóvenes. “Es el canto lo que te proporciona elocuencia. O llevas dentro el misterio o éste se desvanece. Te estás muriendo, eres Mimí en la Bohème de Puccini y los amigos te dejan sola, con Rodolfo que es tu amante y toda tu vida, y cuando estás allí arriba, entre un si bemol y un la bemol, pones toda el alma en tu voz. La ópera lo es todo, todo, como el mar; profundo e infinito”. No es extraño que el compositor Umberto Giordano quedara asombrado con sus pianissimos, al interpretar el segundo acto de su ópera Andrea Chénier, o que Francesco Cilea afirmara que era la protagonista ideal para su libreto de Adriana Lecouvreur.
Renata incluso estudio el Aida de Verdi en la propia casa del maestro Arturo Toscanini y grabó el Réquiem, dirigida por aquel a quien ella llamaba “el mío Sabata”, refiriéndose al pianista y compositor Víctor de Sabata. Una vez le pregunté a Tina Vigano, que tristemente nos ha dejado esta misma semana tras celebrar el centenario, justo a tiempo para reencontrarse con Renata, allá arriba, cuál era la obra cumbre de la diva. Me respondió, bajando la mirada, muy pensativa, que la Misa de réquiem. “Allí están todos los colores, todas las texturas, el amor, el fervor y la pasión”.
En sus actuaciones también tuvo a sus amados partners, como del Mónaco, Di Stefano, Vinay o Carlo Bergonzi, que con su esposa Adèle formaba parte de nuestro círculo de amigos. También Corelli, Plácido Domingo, Pavarotti… La gran civilización de la ópera, en definitiva.
A Carlo Bergonzi, por cierto, le concedieron la máxima condecoración de la República Italiana, a propuesta del presidente Giorgio Napolitano, y tuve el honor de acompañar a su esposa Adèle a recibir esta distinción, porque el tenor ya estaba físicamente muy limitado. Había construido una escuela de canto en Busseto, el Piccolo Teatro, en un edificio del siglo XVIII, a cuyas fiestas de final de curso acudían grandes estrellas del cine y el teatro.
Renata también me dijo en cierta ocasión que la primera vez que pisó La Scala, se dijo a sí misma: “es mía”. Y lo cierto es que lo fue durante muchos años. Cuando debutó en el Metropolitan Nueva York, se repitió la misma frase: “Lo tengo que conquistar. Debo dar todo; lo mejor de mí”. Este era su pensamiento habitual.
A veces, reflexionando sobre su vida, me contaba que, al interpretar una ópera de Verdi, sentía que el compositor venía a su encuentro. “Te pones a cantar cosas verdaderamente tan grandes, que tú también te sientes grande”, decía. La ópera le gratificó intensamente, asumiendo todas las renuncias y dedicación que requiere. “Es trabajo, riesgo, desafío y cansancio, pero todo este sacrificio siempre acaba provocando que el artista aún reciba mucho más de lo que da.
En la actualidad existe una gran cantidad de clubs de fans y asociaciones Renata Tebaldi dispersos por el mundo. Todos estos seguidores mantienen el contacto y se intercambian entrevistas, documentos, discos, vídeos, artículos… Incluso tengo un ejemplo en mi familia, con mi cuñada Teresa Bermejo, que ya forma parte de esta legión de tebaldianos. Es una gran alegría, en todo caso, ver cómo la figura de Renata Tebaldi sigue tan presente en la memoria y los gustos de los aficionados a la ópera.
El pasado martes, día 1 de febrero, auténtico centenario de su nacimiento, se celebró una misa, a las seis de la tarde, en la Colegiata de San Bartolomeo de Busseto, aledaña al Museo Renata Tebaldi. La ofició don Luigi, el párroco. Junto al altar, 100 rosas de color champán, las que más le gustaban, mientras sonaba la Misa de réquiem. Se las dedicamos Tina Vigano y yo mismo, para honrar su memoria. En paz descanse.
Decía Platón, en sus Diálogos, que “la música es una ley moral; brinda un alma al universo, alas al pensamiento, vuelo a la imaginación, encanto a la tristeza, alegría y vida a cada cosa”. Así lo siento cada vez que enciendo el equipo de música y escucho la voz de Renata, que me acompaña cada día.
Pepe Roselló,
Vicepresidente de la Fundación Renata Tebaldi