La lágrima como objeto de destierro ya es una fórmula de ser y de estar en la isla de Ibiza. Cuando observas el espacio entre viñetas de un cómic, el silencio entre dos notas musicales, o el trozo de papel que queda en blanco entre dos palabras o dos cifras, por un instante se calla la razón y desaparecen los monstruos. Esto permite un relato más sentido, más sincero. Aparece ese tiempo para percibir aspectos que tienden a esconderse entre tanto alboroto.
En ese limbo, en ese silencio, te percatas de que la frutera del mercado está llorando, también lo hace el taxista en cada semáforo, el bombero mientras escucha la alarma de incendio, y la mamá del parque infantil viendo a su niñita jugar. El DJ en pleno subidón del Amnesia llora más que nunca, y la que se operó las tetas y se hizo los labios se deshace en lágrimas por momentos. Llora el guía con su grupo de turistas por Dalt Vila cuando explica la peripecias de Isidoro Macabich. La que pasea el Yorkshire por Botafoch con ademanes de vileza endiosada llora apagada. Pero ahora también llora el tiktoker con músculos de mucho gym y espejo que parafrasea constantemente a Buda y Jesucristo a la vez. Llora también el policía de uniforme, pistola en mano, y llora el turista con traje de Armani y Rolex de trescientos mil euros mientras toma cócteles en su piscina VIP. Llora el futbolista en su megayate y la camarera de piso a turno partido de cualquier hotel de lujo.
Y es que hoy todos lloran, y si no lo hacen es porque están fingiendo. Me lo dijo aquel hombre de ojos aturdidos mientras miraba la cabeza de Nalakala que reposa sobre el suelo de Vara del Rey. Y repetía como un mantra: el mar, la mar, es tristeza contenida. Aquel hombre, erguido frente al primer sol del alba, levantó la mano derecha con su camisa blanca, y por un momento visualicé aquellas palabras de Lorca cuando decía que todos los fascistas no dejan de ser poetas incómodos, reprimidos e inconclusos, pero poetas al fin y al cabo. Lorca, lleno eres de gracia. Por eso este tipo levanta la mano derecha, mira al sol con su camisa blanca mientras maneja versos que lamentan que el mar, la mar, se parezca tanto a una enorme lágrima contenida entre rocas, arena y aire. Que a marchas forzadas nos arrastra a todos a ahogarnos al nutrirse de nuestras lamentaciones, que cuando toman forma se hacen lágrimas. Lágrimas que alimentan la sed incansable del mar, la mar que se alimenta con las lágrimas del mustio, el melancólico, el funesto, el deplorable, el infausto, el lamentable, el luctuoso, el lúgubre, el trágico, el desgraciado, el nefasto y mil y pico adjetivos más, hasta que llegue el punto de que las lágrimas sobrealimenten el mar, la mar tanto que hagan desaparecer la isla de Ibiza y con ella a todos los que la habitan.
Y es así que por fin entiendo aquel mito de la sinergia entre un yogi y un facha tan aterrador, por su práctica de ritos, recitando mantras con la cara al sol y con la camisa blanca, mantras oblicuos e inacabables, es decir, siempre la misma canción, que abruma. Y eso te lleva a hacer cuatro preguntas clave e incómodas tales como: ¿Qué fue antes, el clavo o el martillo, el rico o el pobre, el turista o el hotel, el mentiroso o el cojo?