Mishita llegó a casa en forma de bola de pelo diminuta, hambrienta, herida y aterrorizada. Me pilló en una época terrible para mi salud. Apenas podía moverme y permanecía buena parte del tiempo tumbada, aburridísima y más sola que la una. La primera tarde que pasamos juntas, se quedó hecha un ovillo debajo de mi cama hasta que consiguió vencer el miedo y salió a investigar. Con mil cautelas, trepó por las sábanas y, después de observarme durante un buen rato, se quedó dormida, ronroneando encima de mis piernas.
No tardó en tomar confianza. Demasiada confianza, diría yo. Los primeros días comió muchísimo, creció y adquirió un aspecto saludable, destrozó cojines y cortinas, aprendió dónde guardábamos sus chuches, se apropió de la terraza y nos dejó claro cuál era su sitio en el sofá.
A los pocos meses de vivir con nosotros, y a medida que mi enfermedad iba remitiendo, aquel bebé maltrecho y desconfiado se convirtió en una gataza imponente, de pelo blanco y manchas difuminadas en gris y marrón clarito»
A los pocos meses de vivir con nosotros, y a medida que mi enfermedad iba remitiendo, aquel bebé maltrecho y desconfiado se convirtió en una gataza imponente, de pelo blanco y manchas difuminadas en gris y marrón clarito. Una preciosidad. Aprendió cuáles eran mis rutinas de ejercicios, reposo y visitas a la fisioterapeuta, y se habituó a mis horarios. Salía a pasear cuando yo me marchaba y me esperaba a los pies de la cama cuando me tocaba acostarme. Asimilé el significado de sus maullidos: el corto y punzante “miau” que nos soltaba al pasar, a modo de saludo. Los “miaus” lastimeros de cuando su bol de pienso estaba vacío. Los gemiditos en susurros que significaban: “No me molestéis. Voy a cazar esta mosca”. Lo voy a decir aunque suene a tópico: nos hicimos inseparables. Mishita fue una de mis tablas de salvación, mi gran consuelo, mi sombra, mi compañera. De alguna manera, verla crecer y fortalecerse me insufló los ánimos que necesitaba para recobrar poco a poco la salud.
Cuando estaba casi recuperada tuve una recaída y pasé en la cama más tiempo del habitual. Había anochecido cuando me levanté, y lo primero que hice fue preguntar por ella. Me dijeron que llevaba sin aparecer desde la mañana y en seguida supe que algo no iba bien. Llovía a mares y aun así corrí a buscarla, en pijama y sin siquiera coger un paraguas. La encontré a pocos metros de la puerta de casa. Estaba empapada y tenía el cuello rojo de sangre. Ya no respiraba.
Si me diesen la oportunidad de cambiar algún episodio de mi vida, cambiaría la tarde que murió Mishita. Saldría a buscarla unas horas antes, aunque fuera a rastras. La echo muchísimo de menos, y aún me sorprende recordar qué importante fue aquella gatita abandonada en esa etapa difícil de mi vida.
Mi experiencia con Mishita no es nada excepcional. Las personas que convivimos con animales los agregamos al núcleo familiar de forma espontánea, inconsciente. Nos alegramos si están bien y sufrimos cuando ellos sufren, adaptamos nuestras vidas a sus necesidades y entendemos que cuidarlos supone un gasto extra, cierta inversión de tiempo y algunas preocupaciones. Cualquier iniciativa que se lleve a cabo para procurar su seguridad y bienestar es bienvenida, y más si tenemos en cuenta que, al no ser objetos ni seres humanos, quedan en un limbo que a menudo las instituciones olvidan. Por eso es una buena noticia que exista Viopet, un programa de acogida para mascotas de víctimas de violencia familiar y de género que ha conseguido hilar una red de más de ochocientas casas de acogida para los animales que se encuentren en esa situación. Funcionan de forma voluntaria y están repartidas por todo el país. Gracias a la iniciativa, a día de hoy ciento cincuenta y siete mascotas de ciento treinta víctimas de violencia de género han encontrado un hogar provisional en el que están bien cuidadas y protegidas. En otras palabras, a ciento treinta maltratadores se les ha arrebatado la posibilidad de agredir o amenazar con agredir a animales indefensos para torturar psicológicamente a mujeres y niños.
Este programa, además de obstaculizar el maltrato animal, facilita el proceso para las dueñas de mascotas que quieren dejar a su agresor, es económicamente asequible y suma un buen puñado de logros en tan solo un año de existencia. No pone fin al calvario de la violencia de género pero desde luego supone un paso adelante en el que vale la pena depositar esperanzas.